Cuando era pequeño, me parecía que las personas mayores eran así, mayores, siempre. Claro que me habían explicado que mi abuela había sido una niña y la persona mayor que veía en las fotos antiguas de la familia. Pero para mi, la persona que yo conocía, mi abuela, era tal y como la veía. Para mi su identidad era esa, la de una persona amable y tierna, con la piel arrugada, que caminaba con dificultad, que no podía correr porque «era mayor». Me pregunto hasta qué punto esta imagen de persona mayor «eterna» la tenemos interiorizada durante gran parte de nuestra vida, hasta que nosotros mismos nos vamos haciendo mayores, y entonces nos damos cuenta de que alguna cosa no cuadra.
El primer indicio lo tuve con mi abuelo, cuando exclamaba: «¡parece mentira que yo tenga ochenta años!». Lo decía con disgusto, como si esa fuese una realidad injusta, que podía pasar a los otros, pero no a él. Me di cuenta que mi abuelo no se sentía «un viejo». Era un hombre atlético, con buena salud, apasionado de la técnica, la cultura, la buena comida. ¿Cómo le podía haber pasado esto de tener tantos años?
Años después, cuando mi madre ya empezó también a hacerse mayor, me dijo una cosa que me hizo pensar: «Yo, por dentro, es como si tuviese veinticinco años, no me siento como una persona de sesenta años que tengo».
Parece como si la identidad de mi abuelo y de mi madre se mantuviese al margen de su proceso natural de envejecimiento. Como si alguna cosa dentro de ellos no quisiera identificarse con lo que en nuestra sociedad llamamos «viejo» o, últimamente, «personas mayores». Tenemos muchos mitos asociados al envejecimiento. Algunos buenos, como la sabiduría, pero también muchos negativos: «Se vuelven como niños», «se quedan solos», «se vuelven muy dependientes», «no son productivos, no hacen nada», «ya no se adaptan a los cambios»… ¡No me extraña que nadie quiera ser viejo con estas expectativas!
Afortunadamente, cuando miramos la realidad con objetividad descubrimos que estas ideas preconcebidas es conveniente matizarlas, y que algunas no son ciertas. Es necesario, naturalmente, diferenciar entre un envejecimiento normal y un envejecimiento patológico, es decir, con enfermedad asociada. Pero esto pasa en cualquier edad: Una persona joven afectada de una enfermedad discapacitante tendrá ciertas limitaciones en el desarrollo de su vida, igual que una persona mayor enferma. Y no es menos cierto que a medida que nos hacemos mayores, la probabilidad de sufrir alguna enfermedad aumenta, pero nada indica que tener muchos años tenga que ir acompañado necesariamente de enfermedad. Cada vez es más habitual encontrar personas mayores con buena salud, tanto físicamente como mentalmente, que pueden disfrutar de todo lo que les puede dar la vida: ayudar a los demás, viajar, aprender cosas nuevas, amar.
Tal vez, si tenemos suerte y llegamos a mayores, y nos hemos cuidado un poco, nos daremos cuenta que tampoco hay para tanto. Tal vez podremos mirar atrás con tranquilidad y darnos cuenta que al fin y al cabo somos la misma persona de siempre, que simplemente hemos vivido muchos años y que estos años, si bien nos han traído las canas, una piel arrugada y alguna que otra molestia, también han hecho posible que vivamos muchas experiencias enriquecedoras. Y este conocimiento acumulado seguramente nos permitirá dar más sentido a las que todavía nos quedan por vivir.
¿Quién somos?
Hoy ha salido el sol y aprovechamos para ir a un café cercano a tomar una bebida con un pequeño grupo de la residencia. Nos sentamos en las mesas y mientras esperamos las bebidas aprovecho para hablar con ellos. Son personas muy mayores, algunos con demencia, otros no. Detrás de nuestra mesa veo un grupo de chicos y chicas que acaban de salir de clase y charlan animadamente. El contraste es considerable. Unos callados, quietos, con expresión amable y tranquila. Los otros nerviosos, excitados, atentos a su interlocutor y a todo lo que les rodea. Me imagino este grupo de jóvenes dentro de cincuenta o sesenta años, y me pregunto qué es lo que «quedará» de ellos, de lo que son ahora. ¿Qué es lo que se mantiene durante toda la vida?
Le pido a Mireia si hace mucho tiempo que está en la residencia. Me contesta que no lo recuerda, pero que solo va durante el día, que por la noche va a dormir a su casa. La educadora social escucha su respuesta e interviene: «Sí que te quedas a dormir, Mireia, duermes en la residencia». Mireia pone cara de sorpresa y reitera: «No, no! Yo voy a dormir a mi casa». La educadora, al ver su determinación, decide no insistir más: «Ah, vale, vale» y me hace un gesto como diciendo «No le hagas caso, no es así».
Me pregunto cual es la identidad real de Mireia. Si es la persona que hace años que vive en la residencia, donde pasa todo el día, una persona dependiente que ya no puede vivir sola. O bien la persona que ella piensa que es, que todavía vive independiente en su casa y que solo necesita ir a la residencia durante las mañanas. Ahora sé que no vive en su casa, pero mi mirada ha cambiado, la veo diferente, más asertiva, con una autoestima mayor que si me hubiese dicho que se tenía que resignar a vivir en la residencia noche y día. Mireia ha pasado la mayor parte de su vida siendo una persona independiente. Ahora que es mayor y tiene una demencia, no puede vivir sola. Pero ¿quien es «más Mireia»? Esta que tengo ante mis ojos, o la que no conozco, la que ha sido durante tantos años. Prefiero tratarla pensando en esa Mireia que ha existido durante tanto tiempo y la cual considero su verdadera identidad, la que se resiste a aceptar su vida en la residencia y que la impulsa a «inventar» este compromiso entre una realidad que no le gusta y quien es ella realmente.
Equipo de Dependentia