Joel, con un razonamiento y un vocabulario fuera de lo corriente para su corta edad, era un orgullo para su familia. Con cinco años, les decía a sus amigos que no tuvieran recelo de juntarse con niños más pequeños, o de hacer como él y mantener largas conversaciones con gente mayor, ya que todas las personas le podían aportar algo.
A los seis años, empezó a tener tics nerviosos y a tartamudear, pero lo achacaron a la muerte de su abuela.
De repente, dejó de tener amigos y de querer ir al colegio. En clase parecía estar ausente, tenía dificultades para aprender y siempre se olvidaba las cosas. Según el colegio, era normal. Había empezado Primaria y tenía ansiedad debido al trauma que le había causado presenciar el accidente de su hermano.
Llegaba a casa y no quería sentarse a hacer los deberes, decía que no podía. Joel lloraba a su madre, le pedía que le creyera cuando le decía que no podía más. La desesperación de los padres aumentaba cada día, pero no sabían a quién acudir. La familia creía que exageraba, el colegio que era un gandul y el pediatra que ya se solucionaría por sí solo.
Finalmente, acudieron a una psicóloga y le diagnosticó TDAH leve. Empezó a seguir las pautas indicadas, pero no sólo él, también los padres y el colegio. Joel empezó a ver la luz. Los problemas tenían nombre y soluciones.
Joel consigue sacar excelentes en los exámenes, no olvida las cosas, ha dejado de tener tics y de tartamudear y es amigo de todo el que le conoce. Los niños lo quieren por su imaginación, las niñas por su gran corazón y todos lo queremos por su labia.
El TDAH de Joel sigue allí, pero la dificultad de atención la supera con su esfuerzo diario. Sabe que necesita más tiempo que los demás, pero que puede llegar donde él quiera.
Otros compañeros de su clase se olvidan las cosas, no tienen amigos, les cuesta estudiar y sus compañeros se ríen de ellos. Pero Joel no, sabe muy bien cuál es el problema y los intenta ayudar.
Joel vuelve a ser feliz.
Anónimo.